La destrucción de un edificio histórico, de un lugar en que se ha transmitido el saber de un ars, de una τέχνη, en que un artesano ha vivido y operado ignaro de la existencia de la historia, la industria, el scientific management, alejado de una leyes económicas que la prostitución del lenguaje insiste en llamar democráticas, un lugar en que el tiempo se ha depositado oscureciendo los días, es comparable a la destrucción de un libro.
Como dice Fernando Baéz en su excepcional Historia universal de la destrucción de libros, la destrucción de los libros –que ha periódicamente ocurrido y sigue ocurriendo, incluyendo entre los ordenantes de la destrucción a personas de la cultura como René Descartes, David Hume, Martin Heidegger, Vladimir Nabokov (quien quemó el Quijote ante más de seiscientos alumnos) –representa la aniquilación de la memoria, del patrimonio de ideas, la destrucción de lo que se considera una amenaza a un valor superior, perpetrada a través de un medio considerado sagrado.
El principal medio usado para la destrucción era el fuego, sagrado porque fuente de vida y muerte, con el que el hombre juega a ser dios, como aquel 14 de abril de 2003 en que se quemaron un millón de libros en el incendio de la Biblioteca Nacional de Bagdad, tras la toma de la ciudad por las tropas estadounidenses. Los días siguientes ardieron el Archivo Nacional, la Biblioteca de la Universidad de Bagdad y decenas de bibliotecas universitarias del país. Las obras arqueológicas fueron saqueadas y transportadas a Londres, Roma, Berlín y Nueva York, para satisfacer a los coleccionistas privados, como siempre ha ocurrido a lo largo de la historia. Hechos similares ocurrieron en 1995 en Sarajevo, cuando los Serbios quemaron la Biblioteca Nacional presente en la ciudad destruyendo dos millones de libros. Los medios de destrucción –como el fuego, el agua, los terremotos, las tormentas– eran simbolizados con la espada, considerada un atributo divino.
En el caso contemporáneo de la destrucción del patrimonio cultural representado por los edificios y los comercios históricos de Barcelona, el medio de destrucción es abstracto –tan abstracto como puede serlo el lenguaje jurídico– concretamente la ley de arrendamientos urbanos (LAU) que, promulgada en 1994, abrió el camino al elemento que rige la economía contemporánea: la especulación, en su acepción que nada tiene que ver con la reflexión filosófica.
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